Noches de enero



 Enero es el mes de las noches en vela. Ese mes en el que por unos motivos u otros el sueño huye de nuestro día a día y el cansancio físico y mental es notable. Para los jóvenes universitarios, enero representa el culmen del cuatrimestre. Hay que aprobar los exámenes. Supongo que habrá aquellos, los menos, que lleven al día todas y cada una de las asignaturas. Pero para nosotros, la mayoría pertenecientes a esta vida universitaria, los días finales son clave. La diferencia entre el notable y el suspenso se fragua en las intensas últimas horas de café y flexo que carecen de horario. Noches en las que se estudia acompañado para no caer en desánimo y el cigarrillo humeante de tu colega, que se deja caer sobre un cenicero abarrotado de colillas, te hace pensar que estás en una redacción de los años 80. 

Tarde o temprano, los exámenes llegan a su fin, pero no las noches en vela. Ahora ya no son los folios sin subrayar los que perturban el sueño, sí el alcohol, la música y el mismo cigarrillo humeante en la mano del mismo colega, pero esta vez en la puerta de la discoteca Desgraciadamente, los motivos por los que el descanso pasa a un segundo plano varían según la situación geopolítica y, probablemente, a 4.000 km, en la frontera entre Ucrania Y Rusia, también haya estudiantes universitarios que no puedan pegar ojo, pero no por los exámenes o alcohol ni la música, ni siquiera por el cigarrillo humeante de su colega, sino por la incertidumbre de no saber si de un momento a otro te van a poner un fusil en la mano. Así como las familias de los diplomáticos estadounidenses, que en apenas unas horas han empaquetado su vida y han vuelto, con futuro incierto, a su lugar de origen 


Se suceden por tanto las caras de mala hostia a las que nos cuesta enfrentarnos por temor a las consecuencias. En primer lugar, la de algunos profesores al recoger el examen; en segundo lugar, la de los porteros de discoteca; y, en tercer lugar, la cara de Putin, representante de ese monstruoso gigante que es Rusia y se cree amo de medio mundo. Esta situación ha relevado los debates electorales de Castilla y León y ya no se habla de las macro granjas para que la izquierda saque a relucir su impoluto eslogan “No a la guerra”. Bien vendría recordarles que las constantes agresiones por parte de Rusia a Ucrania llevan sucediéndose 8 años y que esta guerra comenzó cuando un tal Vladímir, un espía al frente de uno de los países más poderosos del mundo, plantó sus tropas en Crimea, eso sí, con el beneplácito de la mayoría de la población en esta región. Ahora ha hecho lo propio en la frontera con su país vecino, amenazante, a la espera de tomar decisiones. Pero ni Ucrania es Crimea, ni a todos los habitantes de los antiguos países de la URSS les gustaría volver a vivir en dictadura donde la libertad de prensa ni está ni se le espera.   


Fue Winston Churchill el que dijo: “quien se humilla para evitar la guerra, se queda con la humillación y la guerra”. Si bien es cierto que hay que agotar las vías diplomáticas (nadie en su sano juicio quiere una guerra), el “no a la guerra no puede ser un “sí a la paz, a cualquier precio”. La palabra guerra en el siglo XXI no tiene por qué significar soldados, pero sí una respuesta, un aviso, que se sepa las consecuencias de nuestras acciones. Rusia es, históricamente, un perro de caza al que se le ofrece la mano y coge el brazo. Es por esto que, ni Europa ni Estados Unidos, tan garantes de la libertad y la democracia, pueden anteponer la paz a las libertades de los ucranianos porque así el gas nos sale más barato según daba a entender un muerto viviente de la política como es Pablo Iglesias.  

 

La reflexión de Francisco S Cobos. 

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